O mejor dicho:
Esperando a que vuestro personaje, el que tantos quebraderos de cabeza os ha dado, sea por fin tal y como vosotros queríais y al mismo tiempo, signifique algo para la gente que os mira.
Pues eso, queridos lectores, es lo que viví yo este pasado domingo.
¿Y sabéis qué? Que me encantó la sensación.
Es una de las experiencias más excitantes que se pueden tener. Palabrita de niño Jesús.
Nervios, tensión, ansiedad...todo eso viene según se acerca la hora del debut, pero en cuánto te subes al escenario...se diluye como un azucarillo en un café caliente.
De pronto, estás en el café. Le das sabor al café. A un café que sin ti no sabría igual. Igual que no sabría igual con mal grano, o con leche desnatada, o en un vaso de plástico o con una cuchara de madera.
Estás en el escenario, y de pronto, olvidas que hay 60 personas mirando.
Y simplemente, haces lo que llevas tiempo haciendo. Lo que tanto has practicado. Y descubres que sale solo. Que no hay que hacer esfuerzo. Que tú, durante 10 minutos, ya no eres tú. Si no que te conviertes en tu personaje. Que, en mi caso, siento su dolor por los golpes recibidos, y por la indiferencia de mi esposa.
Siento su miedo al cardenal y su amor por el dinero.
Durante 10 minutos, soy el señor Bonacieux y estoy en mi casa en la Francia de los mosqueteros. Nadie me mira. Quizá los espías me escuchen, pero nadie nos mira ni a mi, ni a la señora Bonacieux.
Vale, quizá es un poco pretencioso. Pero realmente, no tuve miedo. No me invadió el pánico, y una enorme confianza, bastante extraña en mi por otra parte, me invadió haciendo que mi escena se me pasase volando y dejándome con ganas de más.
Y esta confianza, amigos, se la debo a mis maravillosos compañeros.
A todos.
Al cojo, al manco, a la asesina de los tomates, a la yonki carterista, a la prostituta enferma y a la borracha, a las cornudas que se imaginaban muy distintas, a los alcohólicos, a la reina y a mi esposa, la criada de la reina.
Porque no puedo imaginarme una primera vez como la de este domingo si faltase alguno de ellos. O si nuestra directora fuese otra.
Y quiero pensar que ellos también hubiesen echado de menos a mi entrañable, estúpido y avaro señor Bonacieux.
Es fácil imaginar que va a haber fallos. Que somos novatos y que de hecho, lo normal es equivocarnos. Olvidarnos el texto o tartamudear, o no hacer lo que hemos repetido 80 veces.
Pero creo que creamos una ola de karma y buen rollo tan positivo a nuestro alrededor, que era imposible que algo malo pasase.
¿Se podía hacer mejor? Creo que hasta Robert De Niro podría hacerlo mejor en Casino...pero dadas las circunstancias, es para estar satisfechos.
Dimos lo mejor de nosotros mismos, el día que más contaba. ¿Qué mas se puede pedir?
Recuerdo llegar dos horas antes al teatro, e ir viendo como llegaban los compañeros y compañeras.
Cada uno con su ritual.
Fumar, tilas, pasear entre los pasillos.
Tumbarse mirando al infinito o acuclillarse mirando solo el interior.
Escenas distintas resonando en mis oídos.
Los náufragos gritando mientras el viejo alcohólico se maquillaba y las presas hablaban sobre la guardia civil.
Las prostitutas pintarrajeándose mientras la reina recordaba sus rezos.
Yo paseando, y sintiendo solo paz. Paz en medio del caos. O mejor dicho. Un caos que me traía paz.
Y entonces se acabó el tiempo. Las 7 menos 5 de la tarde. Hora de recluirnos entre bambalinas, mientras el público ocupaba su lugar en las butacas.
Y la magia llegó.
Abrazos, ánimos, besos. Cariño. Gestos motivadores. Sonrisas de ilusión y de confianza.
En aquel reducido espacio escondido tras el telón, ya no había putas ni yonkis. Ya no había borrachos ni reinas. No había locos. Solo estábamos allí Alex, Ana, los Davides, Fran, Irene, Javi, Leti, María, Marta, Pili, Rosa y un servidor.
Y habíamos pasado de ser los alumnos de lunes y miércoles, a ser una familia. Unos amigos que nunca olvidarían ese día, y que sabían que no iban a fallar. Que no se iban a fallar.
Que todo iba a salir bien, porque en realidad, ya todo había salido bien llegando hasta allí.
Que lo importante era el camino. Y el camino no podríamos haberlo hecho mejor asi que ahora solo quedaba disfrutar.
Después, con cada pausa, más cariño, más ánimos y más confianza. Aquella gran familia, cada vez era más familia.
Los escenarios se cambiaban como en un ballet sincronizado, y las escenas salían mejor que nunca.
La obra, la humilde muestra de unos inexpertos alumnos de teatro, había sido un éxito.
Y sobre las tablas del escenario, 13 amigos.
13 amigos compartiendo la vergüenza del aplauso, y el orgullo de saber que lo habían hecho lo mejor posible.
Pero sobre todo, compartiendo una certeza.
La de que no estaban solos. La de que sobre un escenario, nunca más volverían a estar solos.
P.D. Mención especial para Tatiana, nuestra directora, porque anda que no tiene mérito dirigir a una panda de cenutrios como nosotros, y que salga algo tan decente como lo del pasado domingo.
Yo, amigos, ya estoy deseando que llegue el viernes y volvamos a actuar para volver a experimentar estas sensaciones inigualables.
¡¡Va a ser que el teatro engancha!!
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