jueves, 12 de febrero de 2015

ALGO INESPERADO

La lluvia golpea en los cristales con fuerza.

La mujer no deja de dar vueltas en la cama, no sabe si tiene calor o frío. 
Si necesita más ropa o desnudarse por completo. Sólo sabe que siente un enorme desasosiego, como si la estuviesen observando. Como si hubiese alguien más en la habitación. 
Suena una campanada en el reloj de la cercana iglesia, y la mujer se incorpora dando un respingo. 
Después suena otra, y otra más. Tres en total. 

 Vaya susto más tonto, piensa. 
Su perro se acerca. Tampoco él duerme. También está intranquilo. Ambos sienten que algo extraño va a suceder, algo fuera de lo común, y a estas horas de la madrugada, en una noche sin luna, lo extraño asusta. Las cosas fuera de lo común erizan el vello y nublan la conciencia. 
Eso, y la falta de sueño, por supuesto. 
La mujer aún no se ha acostumbrado a su nueva cama. Un colchón más duro. Mejor para la espalda, decían. Para descansar mejor, decían. 
Pues en los tres días desde que su flamante colchón se hacía cargo de su descanso, maldito si había dormido mucho. Pero ninguna noche como ésta. Nunca antes esa horrible sensación de espera ante no sabía muy bien qué. 
La certeza de algo inesperado a punto de suceder. 
De pronto, el crujido de una puerta. Y un paso, y luego otro. ¿Sugestión? Otra mala pasada de su mente, seguro. 
Pero no, esta vez no. 
El perro gruñe. Alguien se acerca. Y algo cae en el pasillo. Un ruído de mil demonios. ¿Un cuadro? ¿Una maceta? ¿Una figurita? 
No sabe que es, pero en un momento de lucidez, piensa en el vecino de abajo, insoportable como siempre, maldiciendo porque lo hubiesen despertado con semejante estruendo. 
Y a pesar del miedo que la atenaza, no puede evitar sonreír. 
No se que horror me espera tras esa puerta, se dice, pero al menos, no me fastidiará solo a mi. 
Los pasos se detienen. El perro gruñe más. Pero no ladra. Solo un gruñido gutural desde lo más profundo de sus entrañas. El mismo gruñido que a ella le gustaría hacer para asustar a este posible asesino, o monstruo, o lo que coño sea. 
Pero solo puede confiar en que el gruñido de su fiel amigo sea suficiente. 

Abre la puerta, por Dios, piensa. El corazón le late en las sienes con tanta fuerza, que le cuesta oir sus propios pensamientos. 
Y entonces, su deseo se cumple. La puerta se abre. El perro retrocede, pero deja de gruñir. Y un olor extraño inunda la habitación.
La mujer enciende la luz. Y lo ve. ¿Que hace este gilipollas aquí? ¿No salía hoy con sus amigos y se iba a dormir a casa de su madre? 
El gilipollas, o sea, su novio, no parece entender nada. Parece estar en otro mundo. 
Maldito tarado, le grita. Y aún encima, borracho como una cuba. Lo que me faltaba. ¿Sabes que hora es? ¿No sabes que mañana trabajo? ¿Tienes idea del susto que me has dado? 
Y su novio se acerca a ella, con una expresión extraña. Quiere que lo abrace, como siempre que se emborracha. ¿Como es posible que siempre sea yo la que tengo que consolarlo cuando el solito se busca los problemas? 
Pero aún así, abre sus brazos, y siente como el extraño olor se hace más fuerte. Y vuelve a sentir miedo. Un miedo que surge de lo más profundo de su ser. Un miedo ancestral. 
Lo último que recordaría ver antes de que su novio, o lo que fuese aquello, le hincase los colmillos en la carótida, fue a su perro saliendo por la puerta con el rabo entre las piernas. 
Después, todo oscuridad.
 Efectivamente, algo inesperado había sucedido.


 Hugo Bermúdez Rilo, A Coruña. 22/01/2015

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